Cuando las discusiones familiares se crispan antes de tiempo, el verdadero peligro para una cena no son las opiniones sobre el bien y el mal, el norte o el sur, la existencia de Dios o la luz del Diablo en los ojos de una cuñada. El problema está en la elección de los cocineros o las cocineras que se encargarán de preparar las entradas, el plato principal y un postre que deje buen sabor de boca. La calidad de los vinos y el champán es también importante, como la naturaleza de las uvas que entran en el cuerpo al ritmo de las campanadas. Conviene no equivocarse a la hora de diagnosticar el verdadero problema. Si se trata de preparar una cena, los detalles tienen su valor, las simpatías su gracia, pero la familia se arriesga a pasar una mala noche si por culpa del griterío acaban al mando de la cocina unas personas incapaces de graduar la sal, porque no saben distinguir los sabores o porque tienen negocios con unos comerciantes que necesitan ampliar sus ventas. Exageran con imprudencia el reparto de sus productos, igual que los constructores que consiguen permisos de obra en lugares poco indicados por la naturaleza para levantar edificios.
